Días antes de que se suspendieran las clases y las actividades en espacios educativos y públicos, en la recta de un nuevo 28 de julio, me atreví a escribir en la pizarra acrílica: “El Perú es grande”. Yo pensaba en lo de Basadre, en lo de Heraud, en lo de Olaya; pero mis alumnos sonrieron. Hubiera preferido morir.
Ilustrar tiene sus bemoles, vicisitudes y fracasos, pero si esas actitudes se transforman, ante nuestro desconcierto, en convicciones, disposiciones y determinaciones conscientes, entonces el Perú dejaría de ser, no sólo un objeto estético o una tarea política, sino incluso una construcción y una posibilidad histórica.
Al hecho infeliz de que los vecinos nos arrebataron desde siempre, nos arrebatan y pretenden arrebatarnos ahora, desde fuera y desde dentro, territorios, recursos y destino, está el no menos doloroso de constatar que los gobernantes lo subastan al mejor postor, abierta o clandestinamente, diestra y siniestramente. Si el Perú dejara de ser el mayor de los motivos para quedarse, para empeñar la vida en el proyecto, y abrazar gustos la muerte antes de declinar ante sus enemigos tiránicos, ‘democráticos’ o totalitarios, habríamos sucumbido al individualismo que nos venden los viejos y los nuevos liberales, con la modernidad fantasmal.
Es cierto que las marquesinas de los grandes centros comerciales son espacios de socialización, de encuentro y de esparcimiento; pero también lo es el hecho innegable de que las relaciones que nos vinculan los unos a los otros en el mercado dejan de ser las culturales comunitarias y comunicativas para ser las del casino y el consumo.El Perú va dejando de ser el paisaje rural o urbano donde la diversidad multilingüe y multinacional de los productores directos se arremolina regateando en ferias populares o en paraditas barriales para aportar los frutos de la tierra, ante la cual es posible recordar quienes somos y podemos ser si tuviéramos los medios para decidir el asunto entre peruanos.
Nadie puede negar el tamaño de las inversiones y la cuantía que corre diariamente en mercancías, pero nadie puede olvidar que el capital no tiene bandera y tiene vocación cosmoplita aunque hable de productos ‘bandera’, y aunque las patentes fueran peruanas. Igual no podemos negar el carácter impersonal del juego neo mercantil.
Estupefacto, salí lentamente en un instante de mis largas meditaciones peruanas, y con el entrecejo arrugado les pregunté el por qué de la sonrisa cínica. Ellos, extrañados, mirándose entre sí, me espetaron que era de impotencia. Que debía aceptar que el Perú ya no era ancho y que era más ajeno que nunca, vendido ‘a chicha precio’.
Indignados, todos coincidimos que de este doloroso plato comen escandalosa y viciosamente juntos: perro, paloma, pericote y chancho. O era gato? ¿Qué importan las tradiciones si han sidos traicionados San Martín y San Martín? Perdónennos la nostalgia del viejo imperio ante la arrogancia del nuevo Imperio global. 


Este drama político marginal, al más puro estilo bravucón y abusivo, es igual que robarle el monedero a un jubilado en la ventanilla del Banco de la Nación -los catedráticos así lo sentimos-. Después de ver a Alan García, jefe supremo del consejo de ministros, pasar piola, respecto del asesinato de un número indeterminado de los ciudadanos "de no primera categoría, amazónicos o serranos, que él dice presidir, y de ver a Rómulo León pasar por debajo de la vigilia ciudadana, aprovechando los escándalos chicha, uno tiene la sensación de que la ley no pesa, que las palabras se las lleva el viento y de que quienes nos gobiernan no tienen sangre en la cara.
