Ibsen, defendiendo su obra, escribía a Hegel en 1867: "Acaso agradará a usted saber que Peer Gynt existió en realidad, que vivió en el Guldbrandsdal, en un valle de Noruega, a fines del siglo XVIII o a principios del actual y que, precediendo las voces de la naturaleza, tras larga ausencia, volvió por las pampas de granito a encontrarse con el desencanto del retorno: descubrir que el amor buscado por el mundo estuvo muy cerca, en la partida. Un amor que, amándolo, le dejó partir con la esperanza de que al regreso se le brindara, sin pedirlo”.
En la literatura el amor de Peer y Solveig, pleno e imposible, representa la unión del alma y el cuerpo, que se anuncia ya en Dante y Beatricce, en la Bella y la Bestia, en Tristán e Isolda, en Cyrano y su enemigo íntimo, el apuesto Christian, como batallas entre la razón y la sensibilidad. La reflexión sobre la razón y sus sombras ya está en Goya, en los románticos alemanes, en el expresionismo y otras metáforas universales.
La vida siempre ha de ser lo que seamos capaces de enfocar y de hacer, aunque nunca lleguemos a ser el que queremos o creemos ser. Un Quijote vencido es mejor que una misión defraudada. Ir a lo profundo cuando ya no alcanza tiempo para recomenzar es perder la oportunidad de renacer del olvido. ¿Qué haremos cuando al final todo vuelva al orden mortal y moral que preside el mundo? ¿Qué haremos cuando la diosa que castiga a los que defraudan a los suyos nos alcance? Tú, que nunca militaste bajo ninguna bandera, ¿qué frutos exhibirá tu alma antes de ir a la nada?
El ser humano en su forma mortal y orgánica, a veces incluso su sombra literaria, no puede enmendar un exceso sin caer en otro. Para huir de su desorden va en pos de un orden superior, fuera de sí, que no existe, para descubrir al fin que donde vaya sólo encuentra que sus ojos transforman lo que ve en las ruinas de la verdad que yace en su alma.
Y algo de la lectura del cuento acompañada de la tercera pieza de la obra: